09 febrero, 2025

Locos por las ideas

La democracia se suele estropear, por muy bien hecha que esté su trama jurídica e institucional, por aquellas dolencias que afectan a la discusión racional. Puede que entre las partes que intervienen en un debate público, como en los debates electorales, se tergiversen u oculten datos o hechos, se callen los verdaderos fines buscados, se emplee un doble discurso diciéndose como A lo que en realidad es B. Si se asume que lo que se está dando es una pugna en la que hay que ganar a cualquier precio, todo vale y, desde luego, nuestra imaginación se queda corta a la hora de enumerar las posibles vías por las que la comunicación resulta vilmente falseada. Así, ha habido en España recientes debates entre candidatos en temporadas electorales que hacen sentir muy sincera y hondamente lo que vulgarmente se denomina “vergüenza ajena”, pues aquellos de nosotros cuya participación política se reduce al voto cada cuatro años nos sentimos traicionados por quienes están moralmente obligados a permanecer en determinada altura. El problema es que si la altura de la discusión racional, de los debates en general y de todas las vertientes de la política en sus niveles más básicos y cercanos a la ciudadanía se hallan viciados por dinámicas como el linchamiento público en redes sociales y la sordera que ya va siendo endémica en nuestras sociedades para escuchar las razones del otro, no podemos pedir demasiado a la alta política. En definitiva, hay muchas causas que intervienen, demasiadas, para que la sinrazón y hasta la chabacanería se haya apoderado del debate público. Son tantas que en las pocas líneas que componen estos breves escritos que mi ocio va aportando al más que proceloso mar de internet no voy a seguir nombrándolas. Menos una. Y porque me preocupa, por su presencia no ya en la más candente actualidad, sino por su insistente reaparición a lo largo de la historia, como una constante que ha llevado a los hombres no ya a no entenderse, sino a la guerra y al exterminio. 

Me refiero a las ideas en sí mismas. Porque las ideas pueden enloquecer a los hombres. Para emplear términos más técnicos, digamos que tengo en mente como si fuera una de las furias instaladas entre los seres humanos, lo que en sociología o politología se denomina “ideología”. Ya sé que hay matices y algunas acepciones diferentes del término que no concuerdan del todo, pero yo voy en esta ocasión a partir de la concepción esgrimida por el premiado politólogo Giovanni Sartori en un libro ya algo antiguo, pero aún muy digno de leerse para tenerlo como punto de partida en disquisiciones como esta que en estos momentos ofrezco al lector. 

El libro, bastante conocido, se llama Elementos de teoría política y está editado por Alianza. Consta de capítulos al modo de artículos escritos en torno a los años ochenta del siglo pasado. Entre ellos, uno se dedica a la ideología y en él esta es definida como creencia en torno a la praxis social y, diríamos, al mundo de la vida, que promueve una determinada línea de actividad, que conduce en una dirección la práctica política. Se trata, pues, de lo que generalmente se conocen como ideologías políticas en las que, simplificando mucho el mencionado capítulo, se distingue un núcleo teórico, las ideas en sí mismas, lo que se cree, y que puede ser reforzado con argumentos. Pero, por otro lado, se distingue también como componente un conglomerado de emociones por las que el sujeto puede estar ligado a dichas creencias con mayor o menor adhesión sentimental. Hay, pues, dos fortalezas en las ideologías. El núcleo duro de la teoría en sí misma, con su armazón de razones, y lo que, a nivel emocional, produce como adhesión, como adscripción al mismo, en el grupo de personas que enarbolan una determinada ideología. Pues bien, lo que esto tiene que ver con la calidad, posibilidad o imposibilidad del debate político (entendido como pugna entre ideologías) es que según la intensidad con la que se den uno, el otro o ambos aspectos, teórico y emocional, la discusión puede resultar factible o las posturas divergentes pueden, por el contrario, estar tan enfrentadas que apenas exista el menor atisbo de entendimiento. Yo suscribo esta visión de Sartori que dota a las ideologías con una suerte de posibilidad o imposibilidad de ser ostentadas y defendidas racionalmente, es decir, serenamente. Y es justo esto, esta tanto racionalidad como serenidad, lo que echo en falta en el actual debate político. Dicho de otro modo, los sujetos hoy en la arena pública están visceralmente ligados a sus propias ideas, y no ya las defienden, sino las gritan, porque, literalmente, les va la vida, o, mejor dicho, el corazón en ello. 

No resulta, pues, inocuo, lo que uno cree. Lo que uno cree y cómo lo cree. Como he señalado líneas arriba, las ideas nos pueden enloquecer. Dicho suavemente, digamos que son un efectivo motor del comportamiento tanto individual como de los pueblos y sociedades. Fueron ideas, bien es cierto que acompañadas del afán de riqueza, las que enloquecían a alguien que, en el siglo XVI, se metía en un barco a complicarse la vida en la guerra y sometimiento de miles de personas que no conocía. Son las ideas las que convirtieron al siglo XVII a Europa en un campo permanente de batalla con masacres que solo las ideas y la historia del siglo XX llegaron a superar. Por una idea o ideología, como el nazismo, cuanto más si ostentan un componente religioso en el más amplio sentido de la palabra y en el más restringido también, el ser humano ha perdido la cabeza, lo que quiere decir, que puede matar y ser muerto por ella. Creencia y martirio fueron, por ejemplo, los componentes más primigenios de la fe cristiana, en los albores de su historia. El dar testimonio de una fe, demostrar que se cree, afirmar la propia creencia contra cualquier circunstancia que pueda atenuarla, es lo que se ha llamado muchas veces “martirio”. ¿Cuántos no llegarían a matar en una guerra por aferrarse a unas convicciones con lo que el periodista Chaves Nogales llamó “estupidez y crueldad”?

Y si las ideologías, ya religiosas, ya secularizadas, logran estas tristezas, qué no van a lograr cuando se intenta contra ellas dar razones, escuchar y pretender ser escuchado. Tornan el debate una tarea imposible. De manera que el sujeto, aferrado a esas ideas que le encienden por dentro, por las que daría todo, que le parecen justísimas e, incluso en medios laicos, sacrosantas, abandona la discusión, esto es, abandona los requisitos racionales para que la discusión progrese, para que la democracia, entendida no solo como voto individual sino como capacidad de llevar a cabo pactos, sea efectiva. Nos negamos a ceder un ápice, a conceder la palabra al otro, a sopesar fríamente los argumentos o sencillamente a escuchar. Actuamos arrastrados por una pasión, por una mala pasión, que divide y separa en lugar de unir. La adhesión fuerte, irracional, no nos deja pensar bien y, en este sentido, la creencia, la ideología asumida como se asume una personalidad o una larga costumbre, enturbia los corazones y dispone más que malamente para llegar a ningún sitio como pueblo, clase social, ciudadano, hombre o mujer. 


Marcos Santos Gómez


03 febrero, 2025

Delirios patrios

Hay sueños que pronto se tornan pesadillas. Las pesadillas más perturbadoras son, de hecho, las que con un sesgo amable nos revelan que aquello que estábamos soñando albergaba en realidad horrores, como si uno contemplara un hermoso bebé neonato que, al sonreír, mostrase toda su dentadura completa o, de manera aún más fuera de lugar, sus dientes fueran pequeños colmillitos. Del mismo modo, en la historia se hace patente que muchas de las cándidas ensoñaciones del hombre han cuajado en hechos sangrientos. Con demasiada frecuencia, ha corrido la sangre vertida por ángeles. Resulta demasiado fácil dejarse mecer por una idea bella y ceder a la tentación de vivir emocionado por las potentes grandezas que nos prometen los mitos en torno a lo que más apegados nos sentimos, como es el lugar de nacimiento, los recuerdos que acompañan la nostalgia de la infancia durante toda la vida; pero de este sueño en torno al terruño han emergido no pocos horrores.

La visión idealizada de lo propio, de esto que llamamos patria, es la que propiciara el falangismo durante el largo periodo de la dictadura franquista. Un sueño patriótico por el que la grandeza de la propia vida se dirimía en la grandeza de la nación. Uno podía contagiarse de la efusión mágica con que el pasado acudía para salvar un presente gris, con toda su añeja majestuosidad. Porque cuando se recuerda un imperio, todo resulta engrandecerse. Un imperio, con todo lo que esto significa de haber ostentado, para mal y para bien, un papel fundamental en la historia universal y en el destino del propio y de otros pueblos. Este era uno de los pilares, de hecho, de la ideología falangista, que parecía andar adormilada entre sueños de esa guisa, como en una especie de delirio de grandeza. De aquí extraía una noción de España cargada de mito por la que, espiritualizada, esta era vista como un todo consistente. La definición del franquismo aseveraba “España es una unidad de destino en lo universal”; definición en la que se aunaba lo mundial con lo autóctono y situaba a España bajo la égida de una supuesta unidad mística, incorpórea y sublime. Esta idea atrajo, qué duda cabe, a gran número de intelectuales en los años treinta y posteriores del siglo pasado, pues albergaba un cierto atractivo. El atractivo, decíamos arriba, con el que se nos presenta la patria mitologizada, un atractivo casi irresistible, que, aunque hoy nos resulte inconfesable el dato, atrajo, y mucho. 

A la idea de una España confitada se añadía el valor que, para esta, inextricablemente ligado a su identidad, ostentaba el catolicismo en su versión más tradicional y, en consecuencia, la oposición a las ideas liberales que habían monopolizado gran parte del siglo XIX español. En dicho periodo, hacia el final de la época fernandina, los tradicionalistas llegaron a popularizar el lema “Vivan las caenas”, con lo que querían indicar que más vale vivir en un orden antiguo y prestigioso, de inspiración sagrada, ornado por la tradición, que en el progresismo más o menos ateo que propugnaba el liberalismo. Los curas, si bien habían luchado y militado en todos los bandos como les es propio aún hoy, se habían destacado ya en la guerra de la Independencia por haber sido partidarios de guerrillas nacionalistas que combatían al francés, de manera que incluso alguno, fanatizado, ya parecía anticipar lo que constituirían las milicias del carlismo. Uno se imagina una sotana hecha harapos y a alguien, como nos lo pinta Galdós en alguno de sus Episodios Nacionales, lanzando proclamas con las venas del cuello bien marcadas, enrojecido el rostro, contra la invasión francesa y por la unidad en la tradición que, se supone, nos era propia a los españoles. Ser antiliberal, además, era ser anti bonapartista y, como en gran medida recogerían también las ideas falangistas, ser anti europeo. Tanto que, mientras estas ideas y su régimen duraron en España, poco pudimos hacer para que nos aceptasen en la muy liberal Europa de lo que hoy es la Unión Europea. 

Prosigo este breve discurso afirmando algo que puede no ser bien entendido y resultar polémico, pero lo voy a decir. Veo mal que el monumento del Valle de los Caídos se venga abajo y deje de estar ahí. Porque es un centro físico en el que, como ocurre con los sueños de inmortalidad de los faraones cuando vemos sus pirámides, en la desmesurada construcción de piedra labrada en la montaña, con su enorme cruz, se expresan esos sueños imperiales a que me refería, que pudieron ser amables y atractivos como lo son todos los mitos, que movilizaron para hacer una guerra, ganarla y constituir un nuevo Estado de vencedores, pero en una España muy lejos de la realidad y aún más, salvo tristes experiencias africanas, de su viejo pasado imperial. Un sueño bello, pero que, como también decía, manifestó la faz de una pesadilla en la que España anduvo perdida. El régimen franquista, hoy es bien conocido, se apropió del arte, la historia y la cultura, de manera que todavía hoy el español se despista con ciertas cosas, con objetos como su propia bandera o con su pasado o con la definición que quiera decirse y creer acerca de su nación. Cuando hoy nombramos a España o jugamos a que la queremos o la dejamos de querer, resulta ineludible el peso que la larga dictadura franquista y la visión falangista que perpetuó manifiestan en ello. Un sueño que fue también una pesadilla de la que todavía hoy nos cuesta librarnos, como del dolor producido por una vieja herida que nunca cierra. 

Para restañar tanto la herida como sus ya demasiado prolongados efectos, propongo la receta que también propugno para orientarse en general en la historia y en la política: serenidad. Serenidad y objetividad. Es cierto que un Estado que fue producto de una victoria, que fue parte de una era turbulenta de violencia desatada, no pudo cerrar nada. Los años de paz no fueron, en realidad, años de paz, sino de permanente recuerdo de la guerra y de que esta se hallaba, podríamos decir, en su ADN. Así, el dolor ha llegado hasta nosotros y, a pesar de que ya llevamos más años de democracia que los que hubo de dictadura, todavía tenemos que enfrentarnos con aquello y tratar de disolver las consecuencias de tan lacrimoso pasado. De nuevo digo que solo serenamente, encarando pasado y presente con calma, narrando los hechos sin pasión y tomándonos símbolos como la gran cruz del Valle de los Caídos como historia cuajada en piedra y nada más (ni nada menos), podemos ir adentrándonos, verdaderamente, en la senda de la paz. Mirar el horror y el abismo puede ahogarnos en su ciénaga moral, pero el esfuerzo que pido, espero que no sobrehumano, es el de poder mirarlos sin que, por una vez en nuestra agitada historia, se nos mueva un solo músculo de la cara. 


Marcos Santos Gómez


27 enero, 2025

Sobre humor y bufones

Durante la guerra del Peloponeso, en la capital de una de las facciones en armas, la ciudad de Atenas, como espectáculos teatrales se podían disfrutar comedias en las que eran ridiculizados los grandes generales o políticos y, frente a lo que hoy sucedería cuando impera el estado de guerra, no se aplicaba esa censura que impide la broma en torno a los altos mandos y mandatarios. El pueblo ateniense veía quizás como un derecho el permitirse la risa en torno a lo que, una vez terminada la función, volvía a tornarse un hecho teñido de pesadumbre y luto, como era la guerra. El pueblo volvía al hambre, a la peste y a la muerte, dependiendo de la habilidad de sus estrategas y generales para sobrevivir, sin que esto fuera óbice para echar mano en el teatro de una perspectiva cómica que ridiculizaba hasta extremos que podían rayar la obscenidad las seriedades cotidianas. Y en esto Atenas fue, como en otras tantas cosas, ejemplo de buena salud. Porque la salud de una sociedad se mide en función de la capacidad que esta tenga para reírse de sí misma, que, en definitiva, eso es el humor, el buen humor. 

Lo cómico hace que aparezcamos ante nosotros mismos mostrando las contradicciones que nos son propias, las debilidades y, sobre todo, las ridiculeces, que cuando se vislumbran logran disolver un exceso de gravedad que solo conduce a la obstinada defensa de lo propio sin esa lucidez por la que habríamos de vernos con todos nuestros contrastes, aristas y recovecos. Nos devuelve nuestra imagen y nos aproxima a una visión más exacta de lo que somos. En el peor de los casos, tomarnos las cosas demasiado a pecho también conlleva la peligrosa pretensión de que somos infalibles y que la verdad, en su integridad, nos pertenece como si fuera nuestra exclusiva posesión. De algún modo se opone a lo que, por otro lado, tan efectivamente también consigue el diálogo. Así, el humor diluye esta falsa creencia y ayuda, por tanto, a repensar lo que, si no fuera por él, no estimaríamos digno de ser repensado, sin ser capaces de apreciar fisura. El humor distiende, relaja, exorciza el fantasma de la intransigencia, y por ello debería permitirse siempre, sin apenas fijarle límites y aunque, en el noble ejercicio que estamos describiendo, duela un poco. 

Es natural que el humor produzca, también, malestar. La broma, si no tiene algo de hiriente, no es terapéutica. Es así como los grandes payasos deberían poder decirlo todo, sin miedo. Un cómico que se pone trabas a sí mismo, en un cercenador oficio de autocensura, no está cumpliendo bien el papel fundamental que debería cumplir para la sociedad. Debe atreverse a molestar y le deben dejar que moleste. Así, por ejemplo, en España ha habido grandes cómicos que, al modo de bufones nacionales, han arremetido contra la oficialidad. Tengo en mente el caso de alguien que, sin lugar a duda, ha molestado, al que censuraron algún programa televisivo en los años ochenta del siglo pasado, pero que, no obstante, es capaz de ofrecer en una deformación grotesca lo que estamos acostumbrados a apreciar como intocable y apolíneo. Lo sagrado, lo eterno, lo grandilocuente, se deshacían en sus gags. Se trata de Javier Gurruchaga. Proverbial fue su parodia de Felipe González entrevistado por él mismo disfrazado de la periodista Victoria Prego. Un Felipe González que parecía haberse achicado, desgastado por el poder, interpretado por un conocido actor francés con enanismo e impresionantemente parecido al “original”, y que, fumando un puro, apenas acertaba a expresarse en francés respondiendo a las preguntas de una periodista que casi lo adulaba, ajeno ya incluso al lenguaje que hubiera requerido para hablar con un mensaje inteligible al pueblo. La imagen era poderosa y, como en tantas chanzas de Gurruchaga, hoy puede molestar. Sin embargo, hay que comprender que Gurruchaga es heredero de la tradición del vodevil y el cabaré, del que ha tomado su hilarante propensión por lo grotesco que enfatiza el lado más esperpéntico de las cosas.  

A Gila, otro gran cómico, sí se le permitían sus chanzas en torno al ejército y la guerra. ¿Puede haber algo más terrible y menos apto para bromas como es el horror de la guerra? Él mismo lo había vivido. Pero, debido a su gran inteligencia, ello no le impidió hacer bromas con lo que tanto dolor había supuesto para la vida de muchos. En realidad, sus bromas eran una protesta contra ese dolor. En general, en los ochenta, y todavía en los noventa, se permitían estas cosas (en el caso de Gila incluso durante la dictadura franquista). Volviendo a Gurruchaga, que parodiaba a sus padres o, mejor dicho, se inventó unos personajes que eran su madre y padre ficticios, que producían la risa en medio, a veces, de la repulsión, uno se preguntaba si verdaderamente debía reírse de lo que estaba riéndose, si el cómico vasco no estaba llegando quizás demasiado lejos. Casi nadie hoy recuerda un programa, único en medio del control y la censura que por entonces había en los medios, en torno al año 2003, que emitía la televisión Localia. Se titulaba “La cucaracha exprés”. Yo lo veía porque era el único espectáculo televisivo en el que se ofrecía una crítica mordaz de la actualidad política, o, por lo menos, uno de los pocos. Cuando ver la televisión producía una mezcla de ira y desesperación, al tener que encajar las prepotencias del poder instalado por entonces en las más altas esferas, el salvaje de Gurruchaga no dejaba títere con cabeza. Se reía de todo. También de sí mismo. Recuerdo que por entonces estaba gordo, orondo, como hinchado. Y una vez apareció con la ropa apretada y un enorme tubo con lo que parecían grandes píldoras dentro, pues era de un material transparente, que agitaba ante la cámara, dando a entender que se hartaba de antidepresivos y dando a entender también que, por ello, engordaba, engordaba y engordaba lastimosamente. Nuestras miserias, quizás quería señalar, son irrisorias y, por tanto, son menos miserias. Se reía de su cuerpo, de su depresión acaso, de sus males. Al mismo tiempo mostraba con su deformación típicamente grotesca una realidad que no lo era menos, de la que parecía querer decirnos “¿no veis que es ridículo?”.

Ciertamente, el humor no debería tener límites. Debería uno poder reírse de todo, sobre todo de lo que más en serio nos tomamos. Como los sabios atenienses, ni siquiera el dolor por una guerra y, ni mucho menos, nuestros valores, principios, lecturas de la historia, preocupaciones, cosmovisiones, deberían obligarnos a aproximarnos a todo ello con un rictus de gravedad. Solo la elevación de la inteligencia, capaz de sobreponerse a las críticas, encajarlas y, sobre todo, de no detenerse jamás a la hora de pensar, puede inmunizarnos para que la reacción contra quien se ríe de nosotros resulte hostil. Como a los antiguos bufones, deberíamos permitir a los cómicos reírse de todo para que, con ellos, nuestras rigideces se distiendan y los músculos y nervios se relajen. Igual que al reír tragamos revitalizantes bocanadas de oxígeno que inundan los pulmones y llenan de energía nuestro cuerpo, dejemos entrar en la sociedad esta posibilidad tan humana y antigua que nos permite mirar por muchos lados la verdad, para descubrir que no toda ella nos pertenece y que, de no ser por nuestra risa, acabaríamos tomando por un tigre lo que no es más que un gato. 


Marcos Santos Gómez   


20 enero, 2025

De fiesta

Hay actividades humanas que se repiten, como una suerte de constantes vitales, a lo largo de la historia, renaciendo en todas las épocas. Así, por ejemplo, donde haya seres humanos habrá o habrá habido magisterios, duelos o poesía, por decir algunas de estas reiteraciones que son la forma de lo humano. De esta colección de elementos quiero destacar uno, traído a colación por una noticia que llevo días viendo en la televisión y leyendo en medios digitales. Se trata de esa rave interminable que, en torno a la nochevieja, se viene celebrando en distintos lugares de España y la cual, como cuentas de un rosario, suma días en los telediarios que van, jornada tras jornada, anunciando que la fiesta sigue. Confieso que he admirado con envidia a quienes son capaces de eternizarse durante tanto tiempo. Y digo bien: eternizarse. Porque, mientras los he visto bailar en un paraje invernal y a todas luces bastante frío, dando una especie de vueltas sobre sí visiblemente felices para solo detenerse desfallecidos con el fin de dormir un poco, me he percatado de que ellos, como la humanidad, ha buscado eternizarse en sus fiestas. Algo tendrá el ostensible sentimiento de plenitud de aquellos giróvagos estacionales que ver con el todo, con lo eterno. Seguro que no es, por lo menos en algunos individuos, mera diversión intrascendente, sin más, sino que aspiran y apuntan a lo que, de uno u otro modo, veneran. Muchos buscan eso que les da la rave, que encuentran en ella. Su exaltación es, a todas luces, tan laica y pretendidamente profana como, en el fondo, sagrada. 

Esta idea no debe estar muy desencaminada pues alguien como Chesterton lo ha sugerido en un bello pasaje en el que, glosando la novela Los papeles póstumos del club Pickwick, de Charles Dickens, ensalza los banquetes que con cualquier excusa celebran los personajes, con abundante ingesta de asaduras, ponche y ginebra, que constituyen, a mi juicio, el núcleo espiritual de la obra. Los ensalza tanto, o, por lo menos, ensalza tanto este espíritu festivo con el que se regalan los personajes de vez en cuando, que afirma que quien no sea capaz de disfrutar como ellos no comprenderá, y seguramente no se merecerá, el cielo, el cual puede ser considerado una fiesta perpetua. 

Chesterton se refiere a momentos en los que las personas se abren como enormes flores tropicales para exhalar su perfume, que es una metáfora de algo que quizás el lector de estas líneas ha sentido. ¿No le ha sucedido que cuando una conversación fluye, en un medio informal, de tú a tú, aliñada por grata vianda y licor, o cuando se siente al amigo como a uno mismo y se le ama intensamente, o cuando, en definitiva, la fiesta hace empalidecer todo lo demás para vivir el momento como si no hubiera un mañana, le ha parecido que se insinuaba, realmente, el cielo? Así, la fiesta, que pone en suspenso la rutina y los trabajos, para extenderse como un paraíso en el que todo es mejor si funcionan, estimulados con moderación, la inteligencia y los sentidos, es un remedo de la eternidad. Es un modo con el que las personas fingen que no hay muerte o que, aunque la haya, esta no es obstáculo y puede, como indica el dogma teológico, ser vencida como el último enemigo. 

Todo lo que le sucede a Pickwick, sus tiernos y un tanto hilarantes infortunios, se salvan con una buena mesa. La comida como celebración de la vida y el estar con los demás de un modo que no es el mediatizado por la rutina y el trabajo han sido apreciados desde siempre. Bien es cierto que uno puede utilizar la fiesta para otras cosas. Pero la fiesta puede vengarse convirtiéndolo a uno en un comediante, en un payaso más, como le sucede al gran anfitrión Trimalción, el liberto que en el Satiricón desata su deseo de aparentar y de ascenso social con banquetes en los que prima la ostentación hasta el nivel de lo ridículo. Es como si en la fiesta, que tan propensa es a lo excesivo, cuando verdaderamente nos excedemos, entonces se diluye lo que solo en cierta medida puede acontecer como sucedáneo de lo eterno. Es lo que representa la sobriedad en medio de la ebriedad generalizada de un Sócrates que, aun bebiendo grandes cantidades de vino, es fama que no se emborrachaba jamás. Él aspiraba a lo eterno también de este modo. Lucidez en el palacio de la alegría.

Sócrates, precisamente, y su discípulo Platón quien lo cuenta, nos traen a colación otra gran fiesta de la antigüedad en el bellísimo diálogo titulado El banquete. El banquete, en aquellos tiempos, era el modo de estar con los demás, de mayor comunión (como siglos después también trataría de serlo la celebración litúrgica de la misa entre los cristianos). Un estar con los demás en el que había que hacer lo más excelso, en el ámbito ideal de las necesidades cubiertas y la exaltación del instante. Esto era, para los antiguos atenienses, pensar en voz alta, pensar con los demás, o sea, dialogar y dejar que discurra la razón o la palabra, entre los comensales. Por lo menos, es lo que se proponen los protagonistas de este eternizado banquete que narra Platón, quienes para ello procuran, y no logran, beber poco vino. Solamente Sócrates es capaz de seguir su rutina cuando todos al amanecer yacen borrachos, y tras haber escuchado las elogiosas y más que amistosas palabras de Alcibíades. La fiesta, o el banquete, como forma del amor, que a su vez es mejor cuando es amor a la sabiduría, cuando es filosofía, porque así palpa la eternidad. 

Una eternidad que solo podemos conocer en el tiempo. Una eternidad que es un instante. Todo lo demás sobra. La especulación sobre la misma por parte de filosofías neoplatónicas suena, acaso, como esa teología que se atreve a elucubrar con el cuerpo sublime que los elegidos tendrán en el estado glorioso. Quiero decir que, con lo que ocurra tras la muerte, solo podemos fantasear o, quizás, echar mano de creencias, que no es lo mismo que verdades, a no ser que por verdad entendamos lo que, como también afirma Sócrates en el Fedón, otro diálogo proverbial, es bueno que creamos, porque es bueno para nosotros, para el hombre.

No creo estar relativizando ni trivializando el tema si atribuyo este don de acceder a una cierta forma de la eternidad, pero en el tiempo, en la medida que ella misma, más allá del sentimiento no es intemporal, si atribuyo, digo, este don a los que todavía mientras escribo estas líneas están disfrutando de la rave que ya va por su quinto día con sus noches. En esa fiesta interminable, excesiva, aunque no en el arrogante sentido de los ostentosos banquetes de Trimalción, alguno habrá que sienta que ha fundado algo mayor, algo para toda la vida y, en cierto modo, que ha iniciado una cosa nueva. Un minuto de esos vale por una vida entera, ocurre como un siempre. Y así lo sienten tan entregados comensales, mientras los demás meditamos si hay que cancelar la fiesta y clausurar el terreno que, de manera ilegal, han ocupado. Pero más allá del escándalo, de nuestra admiración, envidia o disgusto, hemos de esforzarnos en comprender que, hasta cierto punto, lo que se está celebrando allí, como en tantos botellones que nos molestan y que aturden nuestras ciudades, es un banquete, el viejo banquete, la fiesta que durante miles de años la vieja humanidad ha querido celebrar para ver si de esa manera extraordinaria, inmersa en la excepción del carnaval, podía salvarse.

14 enero, 2025

La guerra

Decía Hegel que, si no pensamos la historia para verla en su totalidad, y permanecemos absortos en los sucesos inmediatos, aquella no puede sino mostrar el rostro furioso de una acumulación de desastres sin sentido. Resulta difícil mirar más allá de lo individual y, contra su concepción racional y optimista, cuando uno observa la historia surge el asombro ante un mismo rasgo que poco tiene de halagüeño: la capacidad de sufrir los males que los seres humanos se encuentran, siglo tras siglo, en su camino, males que, en justicia, nada puede disculpar ni justificar. La historia humana no es amable. De hecho, resulta muy extraño que actualmente en España y gran parte de Europa llevemos más de ochenta años sin una guerra, por mucho que se hayan atravesado páramos de miedo con la guerra fría o amenazas y peligrosos conatos en los que todo podía haberse desatado, como fue en 1981 el golpe de Estado en España que terminó pronto desactivado. Es, precisamente, el peligro de una nueva guerra civil lo que, sin duda, produjo en gran medida la oportuna “traición” que Javier Cercas atribuye a tres grandes figuras de la Transición española: Adolfo Suárez, Santiago Carrillo y Gutiérrez Mellado. Es posible que lo impensable sucediera, es decir, el acuerdo, la escucha y la voluntad de llegar a un objetivo común, porque aquella generación había vivido una guerra y sabía, por tanto, lo que nos jugábamos a la muerte del dictador Franco. 

Le pregunté yo en cierta ocasión a alguien que había vivido una guerra civil en un país americano como parte activa, enfrentado al constante peligro y a la amenaza de cruel represión, cómo se podía soportar esa situación y seguir, más o menos, viviendo con relativa normalidad. Esta persona me dijo que uno se iba metiendo, casi sin darse cuenta, cada vez más, implicándose y enredándose en el peligro. Y así, el ser humano, que tiene un fenomenal aguante, es capaz de sufrir lo indecible cuando se ve envuelto por los hechos. Hay una abundante literatura sobre la guerra civil española que relata la crueldad con que se dio la misma. Todo pareció como si las mismísimas furias se hubieran desatado y campado, atrozmente, a sus anchas. Yo inicié hace unos años la lectura de estos horrores con El holocausto español, de Paul Preston. Para dar idea de lo que sucedió, tal como esta investigación lo rescata y narra, baste una anécdota sucedida en Granada, en torno a agosto de 1936 (el mes en que fue, entre muchos otros, fusilado el poeta Federico García Lorca). Ocurrió que el encargado del cementerio, una de cuyas tapias fue uno de los lugares en que se fusilaba a los prisioneros, se volvió loco y hubo que ingresarlo en el manicomio. No soportaba los lamentos, quejidos y últimos estertores de las montañas de moribundos que yacían entre ejecuciones y ejecuciones. Para ocupar su puesto, se mudó a una casita anexa al mismo una familia, cuyo cabeza se hizo cargo del cementerio, como sustituto Pues bien, este hombre, que seguramente necesitaba el sueldo, tampoco lo soportó y a los pocos días se marchó con su mujer e hijos. Unos cinco mil muertos cayeron en los primeros meses del golpe en Granada. 

A menudo he paseado por la carretera de Alfacar a Víznar, último paraje que Lorca cruzó antes de su muerte y he pensado en el cruel contraste entre la belleza de aquel entorno, con el sosiego de estos días y la crudeza del momento, agrio y terrible, que debió sentir un hombre joven y lleno de vitalidad y creatividad, en plenas facultades, que veía cómo indefectiblemente lo único que tenemos, nuestra vida, su vida, iba a ser truncada. Y más allá un vacío, una nada. ¿Cómo fueron tantos individuos al horror de una muerte cruel con plena consciencia e impotentes? Este trato continuo con el mayor de los misterios y, también, con lo más absurdo e inexplicable de nuestro sino, es narrado de manera impactante por el periodista y escritor de los años treinta Manuel Chaves Nogales, quien en A sangre y fuego, cuenta escenas reales de nuestra guerra civil. También, la capacidad de sufrimiento, la resignación, la paciencia y a veces los ratos de desesperación con que se vive, por ejemplo, una rutina de bombardeos en el Madrid sitiado, es reflejada magníficamente por las vivencias de los personajes de Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán Gómez o, más extensamente, por el tercer libro de la trilogía La forja de un rebelde de Arturo Barea. Y es que el hombre se acostumbra a todo.

La situación actual, creo, independientemente de que las furias puedan de nuevo desatarse en cualquier momento, nos tiene mal acostumbrados. Porque lo normal ha sido, y es en muchas partes del mundo, el horror. Aunque debemos esforzarnos para tratar de mirar más allá de las singularidades, de lo individual, y, como Hegel, tratar de comprender, por mucho que, no como hiciera el genio alemán, no pasemos de unas someras explicaciones causales históricas o incipientes y primitivas teorías sobre la historia. Es una obligación no solo erudita o curiosa, por la que tratamos de hacernos con el pasado, sino una obligación del presente, con la que tratamos de hacernos con el mismo, explicarlo. Es por esto que hay que pensar la historia, a pesar de su cualidad en gran medida inexplicable. Saber qué queremos contar cuando la contamos, qué es eso tan inasible y huidizo que, sin embargo, un buen día alguien como Herodoto se propuso investigar (historia significa “investigación” en griego antiguo). En el caso de nuestra guerra civil, origen de la posterior dictadura, cabe preguntarse por la situación, con serenidad, que condujo a la exacerbación y extensión de la violencia. Es lo que encontramos en el mencionado Chaves Nogales. Acabo de leer un librito con escritos suyos titulado Los enemigos de la República, en que considera que estos son, los enemigos, no tanto la extrema derecha sino las violencias de las milicias comunistas o anarquistas que se fueron imponiendo. Cuenta, por ejemplo, la revolución de Asturias, en 1934. Bien es cierto que en su relato se echa en falta un análisis que trascienda lo que es una mera constatación de hechos violentos, de una violencia cuya única explicación es, dice, la estupidez y la crueldad humanas, pero no por eso el lector deja de impresionarse ante el paisaje que pinta. Quizás porque en el fondo no desesperarse ante el hecho crudo de la violencia es imposible, ni dejar de clamar contra el responsable directo, contra quien la ejerce, independientemente de esa serenidad con la que, decía, el historiador debe contemplar más allá del hecho bruto que parece golpearnos en el mismísimo rostro. 

Ha habido, pues, notables ejercicios literarios que han buscado retratar este horror nudo. En la guerra abunda todo lo malo. La enfermedad, el hambre, la miseria. Si acudimos a un tiempo anterior a la guerra civil, mucho de lo que cuenta Galdós en sus Episodios nacionales sobre la guerra de independencia abunda en este tipo de relato. Como él muestra, y también Chaves Nogales explica, en un frente, en la refriega, uno solo es violencia que responde, nerviosamente, a la violencia. No parece haber un orden. Respondemos al cruel estímulo de matar o morir. Esto se muestra en la fenomenal novela Zaragoza de Galdós. Y sobre el hambre, el hambre en la guerra, pocas líneas he leído más potentes que las de su otra novela Gerona. Ahí tenemos la guerra, como hecho bruto, como algo que, más allá de la totalidad en la que se engarce y las explicaciones que traten de asirla, es un puro y concretísimo sufrimiento del pobre viviente que, miserablemente, es confrontado de manera absurda con la muerte, con su muerte.   

Marcos Santos Gómez    


06 enero, 2025

Solitario y trino

Corría el año mil novecientos noventa y seis, concretamente el mes de abril. Yo habitaba un espléndido caserón de campo alquilado situado en el término municipal de Torrox, en la Axarquía malagueña. Impartía clases de filosofía en el instituto de enseñanza secundaria y B.U.P Jorge Guillén. Recuerdo aquella primavera con cariño, vivida con las emociones propias de quien comienza la bella profesión de la docencia y ese contacto mágico con jóvenes generaciones que, año tras año, van quedándose igual de jóvenes mientras uno envejece. Entonces me hallaba en una plena y efervescente juventud yo también, todavía, y tras ocupar las mañanas con las clases, disponía de tardes y fines de semana para pasear por el pueblo y por el campo. Todavía no se había generalizado el uso de teléfonos móviles y recuerdo que dependía de una cabina telefónica para todo contacto con el exterior. Torrox es como un pequeño avispero blanco encaramado a una colina, en cuya tierra se producen entre otros frutos abundantes nísperos y aguacates, de los que yo di buena cuenta. Pensaba mucho durante las muchas horas solitarias que en aquel tiempo parecían sobrevenir lentas, inmensas, pues, aparte de la televisión y los paseos, y al no disponer de muchos libros, no me quedaba otra que rumiar pensamientos. Hacía mis pinitos con la escritura de algunos poemas, muy malos, sin la ayuda de ordenadores y ni siquiera máquina de escribir. De hecho, no escribí en un ordenador asiduamente hasta entrado el siglo XXI, ya con otras circunstancias. Y además de lo dicho, me reservaba un “pasatiempo” más, como era la adquisición y lectura, casi a diario, del periódico El mundo, que consumía entonces por representar una alternativa crítica a lo que venía siendo ya un largo discurso político monocolor en una España gobernada por políticos creo que de mayor grandeza que ahora, aunque igualmente desesperantes. Sé que es fácil incurrir en la idealización del pasado y no voy a decir si entonces era mejor que ahora, pero sí que las cosas eran muy diferentes en algunos aspectos. Para empezar, como digo, y dejando la política de lado, esa dependencia del papel y el boli que uno arrastraba adonde fuera. De la escritura y la lectura en papel, siempre en papel. 

Había otra razón por la que leía El mundo y que era compartida por acaso cientos de miles de lectores: la columna de Francisco Umbral, en la última página del mismo. Sus artículos tenían un brillo y un ritmo característicos, un modo de contar y un hábil uso del lenguaje muy propios. Umbral los escribía con gran destreza. Eran un poco ácidos, un poco guasones, disimuladamente líricos en ocasiones y casi siempre muy sorprendentes. Sé que ahora andan editados todos entre su obra completa y que, además, existe un magnífico documental sobre su figura que puede verse en la plataforma Filmin. De todos sus artículos, mi memoria apenas recuerda uno. Lo publicó a la muerte del filósofo José Luis López Aranguren, en aquel mes de abril. En él contaba alguna anécdota vivida por ambos y aludía a cierta jornada insomne de alcohol y palabra en la que el profesor, cual diabólico santo, exprimió con don Francisco la noche en una conversación que seguramente resultó memorable. Umbral lo definía de distintas maneras, pintándolo con amor, trazando el perfil de una persona obstinadamente singular en cuya vida y producción de sabio más o menos feliz había desarrollado una trayectoria audaz y crítica. Todo este retrato ya lo había pintado nuestro querido articulista previamente, quizás con ocasión del nocturno diálogo de ambos al que me he referido, como una suerte de homenaje en un soneto que reproducía el periódico al final del artículo elegíaco de Francisco Umbral. 

Aquel soneto, cuando lo leí esa tarde de aquel perdido mes de abril, si es que fue abril y no marzo o mayo (bastaría con consultar la Wikipedia para salir de dudas, pero soy muy perezoso) me encantó. Era tierno, delicadamente burlón, amistoso. Muy agudo también, y bien escrito. Lo he buscado después por todas partes y lamento que no he podido encontrarlo para releerlo, pues incluso habiendo rastreado en El mundo digital, no aparece en el mencionado trabajo de Umbral. ¿Lo leí en otra parte? En cualquier caso, no he dado con el poema durante treinta años. Solo perdura un verso, un endecasílabo, grabado parece que a fuego en mi memoria. Decía “Aranguren es solitario y trino”. Solitario y trino. Una cierta manera bromista de aludir a su carácter y trayectoria que he señalado como únicos, propios de una rara avis que ha volado contra todos los vientos. Una forma de decir que por muy ligados a los demás que estuvieran su praxis y su pensamiento, el filósofo siempre mantuvo su libertad como un tesoro inalienable. Era solitario, como trino, porque no se vendió a la “normalidad”, que en su época oscilaba entre el catolicismo tradicionalista, el falangismo y, por el otro extremo, la oposición comunista al régimen político imperante en España durante casi cuarenta años. Fue un intelectual con voz propia. 

Y es que resulta que lo difícil y lo auténticamente encomiable en el individuo es no dejarse arrastrar por lo que, en un momento dado, todo el mundo es arrastrado. Hay que tener mucho coraje para ser, por decir otros, un Ortega al que el falangismo no logró, a pesar de todos sus esfuerzos, seducir y que mantuvo su idiosincrasia contra viento y marea, o un Juan Ramón Jiménez exiliado que no se casó con los excesos ni de unos ni de otros. Por lo menos, así lo cuenta Andrés Trapiello en su magnífico libro Las armas y las letras, de cuya lectura tanto disfruté hace un par de años. Cuando, en una situación de dictadura, bajo el imperio de una moda ineludible o, sobre todo, en el contexto brutal de una guerra, uno mantiene su cordura para ser capaz de juzgar los horrores de cualquier signo como tales, es cuando reluce, verdaderamente, la libertad. Una libertad que, en este sentido, se da inextricablemente ligada a la soledad. La vida, y más en las circunstancias de una guerra, es una experiencia extrema, un, como decía Ortega, naufragio, en el que salvar la propia alma resulta una labor ardua y dificultosa. El sello del hombre cabal es, sin embargo, el sello del solitario, del que no se asusta por ser él, por mantenerse solo a la orden de su más escrupulosa conciencia y razón. Esto es lo que, en uno de sus espeluznantes relatos, en su libro A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, el escritor y periodista de aquellos tiempos, Manuel Chaves Nogales, trata de decir en un cuento de aparente simplicidad en el que el lector poco avezado puede creer que Chaves cojea de un pie u otro. En realidad, retrata a un par de personajes que, con distinta suerte final, y en medio de una furia de comités obreros y revolución, lo que han hecho es no seguir las directrices de una masa enfervorizada en la que la razón ha ido cediendo el paso a la fuerza. Hay que tener arrojo, digo yo, para, en ese contexto mantenerse libre. Y solitario.     

Marcos Santos Gómez 

01 enero, 2025

¿Qué es España?

Muy a principios de los años noventa del siglo pasado asistí a una conferencia en la ciudad donde estudiaba filosofía (que era Granada) del eminente y por entonces muy querido por los estudiantes profesor de Derecho José Cazorla. Este se planteaba si era posible definir qué es Andalucía, si había como cosa aprehensible algo así como el carácter andaluz y en qué consistía este. ¿Cuáles, se preguntaba, eran los rasgos de lo andaluz? Toda la conferencia discurría mediante afirmaciones, desde las más próximas a clichés convencionales a las más rebuscadas y singulares, que eran rápidamente refutadas por los hechos. Porque su discusión la basó en datos y estadísticas que acababan derribando cualquier idea de lo andaluz que él mismo o el auditorio hubieran tenido la tentación de esgrimir. La conclusión final de su muy amena charla fue que hablamos de Andalucía sin saber qué es, sin tener exacta idea de lo que estamos refiriendo. Resultaba problemático, pues, incluso apelar a una “cultura” andaluza. 

Del mismo modo, podemos hoy plantearnos si tenemos la menor idea de lo que es España. ¿Es posible que afirmemos ser españoles (o antiespañoles) sin saber qué es España? La realidad, siempre huidiza, en el terreno de las naciones y de la política lo es aún más. ¿Qué tocamos cuando tocamos esa cosa que llamamos España, si hablamos de ella, si nos pronunciamos sobre ella? Lo consecuente es preguntar a la historia, pero este es terreno tan arduo de entender como también frágil. Porque cada época es sustancialmente otra cosa de las demás épocas. Con el agravante de que, sin que yo recomiende ceder un ápice en el afán de objetividad y verdad, bien es cierto que el pasado lo vemos desde la perspectiva o perspectivas actuales. Cada sociedad, cada grupo político, cada pueblo, hace de su historia lo que quiere. Pero, aun así, hay egregios autores y opiniones que han querido desprender de nuestra historia una suerte de suelo común, como parece que fue el caso de Claudio Sánchez Albornoz, en la prometedora lectura con que próximamente me voy a regalar: España. Un enigma histórico. Ya habrá tiempo de atender a sus tesis y discutirlas. Quizás lo que venga a decir es que lo común que caracteriza a una nación es apenas la idea que se hace de sí misma, lo cual apunta a una cierta voluntad poética o creadora que decide forjar en ese evanescente pero tenaz ámbito de las ideologías su credo sobre España. En el caso de Ortega y Gasset, si acudimos a España invertebrada, ahí se aventura a definir España como conjunto de pueblos que orbitan en torno a un proyecto colectivo que ha sido modulado por Castilla. Eso es España en la medida en que sea una España vertebrada. En la historia es posible crear estos constructos tanto de la razón como de las emociones que son los países y que yo añadiría que muy sospechosamente suelen coincidir, aunque no siempre, con unas fronteras y un Estado que colabora en esa configuración colectiva de lo que somos. De hecho, en la historia reciente, cada régimen, cada gobierno, ha ido modulando una determinada concepción de lo español.

Esto nos conduce, de nuevo, a una cierta desesperación. Es decir, ¿será posible que un país, una nación, solo sean lo que deciden ser? Se diría, pues, que España sería, entonces, lo que los españoles, los no españoles y los antiespañoles que tratan de liberarse de ese orden ideológico y material quieren creer que es España. Todas sus imágenes e imaginarios, no necesariamente coincidentes, confluyendo para que nosotros sigamos preguntándonos en medio de tan apabullante diversidad qué somos. Y entonces la respuesta oscilaría pendularmente hacia el otro extremo del representado por Sánchez Albornoz, extremo que afirmaría, atendiendo a la historia y a este carrusel de interpretaciones, que España es una suerte de cebolla cuyas capas se van aglutinando, como los estratos de un terreno, para ir superponiéndose. De este modo, España sería su estrato árabe beréber, su estrato visigótico, su estrato medieval cristiano, su estrato romano, su estrato colonizador, su estrato ilustrado, su estrato liberal, su estrato carlista... Ciertamente, desde cada “estrato” o capa se ha impuesto una idea, es decir, la actualidad se ha vertebrado en torno a una creencia (volvemos a Ortega) que define y posibilita nuestros movimientos. Así, en la España musulmana, lo fundamental habría sido el Islam. En la España cristiana, sin embargo, la creencia cristiana y la Iglesia. En ambos la conciencia de ser en función de que no se es el otro. Es decir, a la identidad ostentada por ambos cosmos, arábigo y cristiano, se adhiere una suerte de antítesis de lo que uno es, lo que uno no es o no quiere ser o contra lo cual se quiere ir haciendo. 

Sí parece quedar claro que tras cualquier idea o esencia atribuida a la realidad “España”, que permanece inasible, lo que somos ha devenido a partir de una cierta voluntad, de un engarce en una determinada creencia en torno a nosotros y al cosmos. Queremos ser esto o lo otro. Y es cierto que, en los márgenes de nuestras fronteras y, por mucho que nos pese debido a la seducción que ejerce el bello y poderoso esplendor de Al Andalus, la España moderna es la que ha acontecido a partir de la unificación de los reinos medievales bajo la égida cristiana. ¿Determina esto inexorablemente un futuro? No, es simplemente pasado, historia acaecida que sí puede constatarse como hecho, al margen de que nunca podamos entender del todo el pasado. Como un halo, se ha ido construyendo una sociedad a la par que un Estado que, aun no siendo sustancialmente lo mismo en cada régimen o época, va produciendo a sus descendientes. Pero es en esta suerte de voluntad a que me refería que trata de hacer realidad, de hacerse realidad, a donde deberíamos ir a buscar qué somos. 

Seguramente nos identifiquemos con parte de la concepción que hemos heredado acerca de España y con parte no lo hagamos. Porque el fondo no corresponde, con total exactitud, a ninguna de las ideas que creemos. Nunca lo hace, y permanece tan intangible como mudo. Nosotros le ponemos la palabra. Solo nos resta, si pretendemos hacernos hasta cierto punto con el mismo, explorar en la realidad, mediante el estudio de la historia, cómo nos hemos ido contorsionando para ser lo que hemos querido ser. En cualquier caso, como proyecto, como creencia, una nación es algo débil, bastante relativo y más bien fluido. Tanto que persistir en una muy determinada y perfilada concepción puede hacer daño. La realidad, pero también las palabras, cambian. Por eso lo más sano es aunar la fe con el escepticismo y de ahí quizás resulte un cierto dibujo de nuestro mapa moral, de nuestro rostro más o menos personal; es decir, adoptemos un credo “nacional”, exploremos sus posibilidades, mirémoslo, apliquémoslo, pero solo en la medida en que uno pueda y deba reírse del mismo.


Marcos Santos Gómez 


Locos por las ideas

La democracia se suele estropear, por muy bien hecha que esté su trama jurídica e institucional, por aquellas dolencias que afectan a la dis...