La democracia se suele estropear, por muy bien hecha que esté su trama jurídica e institucional, por aquellas dolencias que afectan a la discusión racional. Puede que entre las partes que intervienen en un debate público, como en los debates electorales, se tergiversen u oculten datos o hechos, se callen los verdaderos fines buscados, se emplee un doble discurso diciéndose como A lo que en realidad es B. Si se asume que lo que se está dando es una pugna en la que hay que ganar a cualquier precio, todo vale y, desde luego, nuestra imaginación se queda corta a la hora de enumerar las posibles vías por las que la comunicación resulta vilmente falseada. Así, ha habido en España recientes debates entre candidatos en temporadas electorales que hacen sentir muy sincera y hondamente lo que vulgarmente se denomina “vergüenza ajena”, pues aquellos de nosotros cuya participación política se reduce al voto cada cuatro años nos sentimos traicionados por quienes están moralmente obligados a permanecer en determinada altura. El problema es que si la altura de la discusión racional, de los debates en general y de todas las vertientes de la política en sus niveles más básicos y cercanos a la ciudadanía se hallan viciados por dinámicas como el linchamiento público en redes sociales y la sordera que ya va siendo endémica en nuestras sociedades para escuchar las razones del otro, no podemos pedir demasiado a la alta política. En definitiva, hay muchas causas que intervienen, demasiadas, para que la sinrazón y hasta la chabacanería se haya apoderado del debate público. Son tantas que en las pocas líneas que componen estos breves escritos que mi ocio va aportando al más que proceloso mar de internet no voy a seguir nombrándolas. Menos una. Y porque me preocupa, por su presencia no ya en la más candente actualidad, sino por su insistente reaparición a lo largo de la historia, como una constante que ha llevado a los hombres no ya a no entenderse, sino a la guerra y al exterminio.
Me refiero a las ideas en sí mismas. Porque las ideas pueden enloquecer a los hombres. Para emplear términos más técnicos, digamos que tengo en mente como si fuera una de las furias instaladas entre los seres humanos, lo que en sociología o politología se denomina “ideología”. Ya sé que hay matices y algunas acepciones diferentes del término que no concuerdan del todo, pero yo voy en esta ocasión a partir de la concepción esgrimida por el premiado politólogo Giovanni Sartori en un libro ya algo antiguo, pero aún muy digno de leerse para tenerlo como punto de partida en disquisiciones como esta que en estos momentos ofrezco al lector.
El libro, bastante conocido, se llama Elementos de teoría política y está editado por Alianza. Consta de capítulos al modo de artículos escritos en torno a los años ochenta del siglo pasado. Entre ellos, uno se dedica a la ideología y en él esta es definida como creencia en torno a la praxis social y, diríamos, al mundo de la vida, que promueve una determinada línea de actividad, que conduce en una dirección la práctica política. Se trata, pues, de lo que generalmente se conocen como ideologías políticas en las que, simplificando mucho el mencionado capítulo, se distingue un núcleo teórico, las ideas en sí mismas, lo que se cree, y que puede ser reforzado con argumentos. Pero, por otro lado, se distingue también como componente un conglomerado de emociones por las que el sujeto puede estar ligado a dichas creencias con mayor o menor adhesión sentimental. Hay, pues, dos fortalezas en las ideologías. El núcleo duro de la teoría en sí misma, con su armazón de razones, y lo que, a nivel emocional, produce como adhesión, como adscripción al mismo, en el grupo de personas que enarbolan una determinada ideología. Pues bien, lo que esto tiene que ver con la calidad, posibilidad o imposibilidad del debate político (entendido como pugna entre ideologías) es que según la intensidad con la que se den uno, el otro o ambos aspectos, teórico y emocional, la discusión puede resultar factible o las posturas divergentes pueden, por el contrario, estar tan enfrentadas que apenas exista el menor atisbo de entendimiento. Yo suscribo esta visión de Sartori que dota a las ideologías con una suerte de posibilidad o imposibilidad de ser ostentadas y defendidas racionalmente, es decir, serenamente. Y es justo esto, esta tanto racionalidad como serenidad, lo que echo en falta en el actual debate político. Dicho de otro modo, los sujetos hoy en la arena pública están visceralmente ligados a sus propias ideas, y no ya las defienden, sino las gritan, porque, literalmente, les va la vida, o, mejor dicho, el corazón en ello.
No resulta, pues, inocuo, lo que uno cree. Lo que uno cree y cómo lo cree. Como he señalado líneas arriba, las ideas nos pueden enloquecer. Dicho suavemente, digamos que son un efectivo motor del comportamiento tanto individual como de los pueblos y sociedades. Fueron ideas, bien es cierto que acompañadas del afán de riqueza, las que enloquecían a alguien que, en el siglo XVI, se metía en un barco a complicarse la vida en la guerra y sometimiento de miles de personas que no conocía. Son las ideas las que convirtieron al siglo XVII a Europa en un campo permanente de batalla con masacres que solo las ideas y la historia del siglo XX llegaron a superar. Por una idea o ideología, como el nazismo, cuanto más si ostentan un componente religioso en el más amplio sentido de la palabra y en el más restringido también, el ser humano ha perdido la cabeza, lo que quiere decir, que puede matar y ser muerto por ella. Creencia y martirio fueron, por ejemplo, los componentes más primigenios de la fe cristiana, en los albores de su historia. El dar testimonio de una fe, demostrar que se cree, afirmar la propia creencia contra cualquier circunstancia que pueda atenuarla, es lo que se ha llamado muchas veces “martirio”. ¿Cuántos no llegarían a matar en una guerra por aferrarse a unas convicciones con lo que el periodista Chaves Nogales llamó “estupidez y crueldad”?
Y si las ideologías, ya religiosas, ya secularizadas, logran estas tristezas, qué no van a lograr cuando se intenta contra ellas dar razones, escuchar y pretender ser escuchado. Tornan el debate una tarea imposible. De manera que el sujeto, aferrado a esas ideas que le encienden por dentro, por las que daría todo, que le parecen justísimas e, incluso en medios laicos, sacrosantas, abandona la discusión, esto es, abandona los requisitos racionales para que la discusión progrese, para que la democracia, entendida no solo como voto individual sino como capacidad de llevar a cabo pactos, sea efectiva. Nos negamos a ceder un ápice, a conceder la palabra al otro, a sopesar fríamente los argumentos o sencillamente a escuchar. Actuamos arrastrados por una pasión, por una mala pasión, que divide y separa en lugar de unir. La adhesión fuerte, irracional, no nos deja pensar bien y, en este sentido, la creencia, la ideología asumida como se asume una personalidad o una larga costumbre, enturbia los corazones y dispone más que malamente para llegar a ningún sitio como pueblo, clase social, ciudadano, hombre o mujer.
Marcos Santos Gómez